En 1908 el cine mexicano emprendió una evolución semejante a la que tuvo lugar alrededor de 1906 en Europa y Estados Unidos tendiente a conformar organizaciones cada vez más grandes y articulaciones cada vez más complejas entre la producción, la distribución y la exhibición. Dichas propensiones se manifestaron con toda claridad en la capital de la república y, en diversos grados, en la provincia mexicana en la que el suministro permanente de películas alentó el surgimiento de innumerables salones de cinematógrafo y una actividad fílmica constante y duradera. Como es claro, los nuevos desarrollos cobraron vigencia muy desigual en el territorio nacional. Este libro de Juan Felipe Leal —1908: Tercera parte. Exhibiciones en la provincia— presenta una radiografía sustentada en una abundante información hemerográfica de su evolución en las principales ciudades de las ocho regiones en las que divide al país. Es notable que en la ciudad de Pachuca, Hidalgo, estuvieran operando simultáneamente tres salones de cinematógrafo y que uno de ellos, el Salón Verde, recibiera con regularidad el noticiario de la casa Pathé. También, que esa misma empresa tomara “vistas de movimiento” por su cuenta y que proyectara películas de gran duración, aunque todavía fueran cortometrajes. Llama la atención que en Atlixco, Puebla —centro de actividades habituales de Salvador Toscano y su familia cuyo Cinematógrafo Nacional trabajó en más de una decena de ocasiones en el Teatro José María Lafragua—, se alternara el sistema de pago “por tandas” con el sistema de pago “por funciones corridas”, al “estilo americano”. Asombra que en la capital de San Luis Potosí —en vista de que el Teatro Alarcón se había incendiado en 1900 y de que el Teatro de La Paz estaba vedado a las empresas de cinematógrafo— surgieran en 1908 cuatro modestos salones para el espectáculo que actuaban a la vez —El Dorado, El Pathé, El Salón Nuevo y El Salón Popular— y que éstos hicieran uso regular de atractivos tales como las dominicales “matinés para niños”; el obsequio de boletos para los infantes de las escuelas públicas; los sorteos y las rifas de diversa índole. En fin, este libro de Juan Felipe Leal es todo un arcón de sorpresas.