EN la conquista que de una parte de la América hace España hay hombres de extraordinaria personalidad, como Cortés, los Pizarros, Alvarado, Belalcázar o Quesada. Y al lado de ellos, y también como un personaje, donde la gran empresa del siglo XVI alcanza todo dramatismo, está la ciudad. La ciudad hoy es y mañana no lo es; en la misma forma la funda un conquistador levantando unos bohíos de paja y bahareque, que destruyen los indios de una rociada de flechas; un día tiene el cuerpo y entidad de veinte casuchas, y al siguiente es mantel de cenizas, porque el fuego y el viento lo acaban todo en un abrir y cerrar de ojos.
Todos los dramas a que dan lugar el hambre, la codicia y los celos, ocurren en este escenario infeliz. Surgen y desaparecen allí figuras y figurones que luego hacen en la historia una aparición fugaz. Lo anterior indica, cuando menos, que quienes vienen de jefes de las expediciones no son precisamente teólogos de España, sino tipos de aventura, rapaces y fuertes, como lo impone el género guerrero de la empresa. Para fundar esta opinión, basta leer en cualquier página cualquier libro del siglo XVI, o de los que luego se publiquen con alguna sustancia histórica.
A América vienen pícaros con mucha cruz sobre el pecho, como fueron pícaros y vagabundos a la toma de Jerusalén. Pero vienen a América no por católicos sino por picaros o negociantes. Fernández de Lugo no se embarca para traernos el bálsamo divino: se embarca para hacer esclavos.
Hasta judíos tapados salen de Cádiz en el momento en que España les da palo a los judíos. A los marranos, como suele decirse. Pero es claro que el judío no se embarca invocando a Jehová, sino a Cristo. Esto y mucho mas nos relata la biografía de Gonzalo Jiménez de Quesada escrita por el maestro Germán Arciniegas.