El rescate de los recuerdos que hablan del conflicto armado en la voz de sus propios habitantes incita a reconocer las peculiaridades, las señales que quedaron en los caminos veredales, en aquel paraje solitario que se convirtió literalmente en el escenario del último episodio en su vida, para aquella mujer que tuvo la osadía de desafiar el poder del frente 44 de las FARC; o la esquina hasta donde alcanzó a huir aquel agente de la policía, sentenciado por el grupo armado.
Es un mapa con incontables lugares, pintado de palabras que recogen dolorosas historias y otras menos tristes, como aquella tarde, casi noche cuando el comandante guerrillero dio la orden a los niños de suspender el partido de fútbol, puesto que iniciaba el toque de queda y una voz infantil respondió de forma clara y concluyente: “espérese que solo nos falta un gol.
Son mil sucesos, quizás un millón, de los cuales este documento rescata apenas unos pocos, los cuales buscan ser representativos de aquello que con mayor insistencia señaló lo que la memoria de muchos habitantes guardaría en sus anaqueles. Muchos se fueron en la dignidad y el talante de desafío de su actuación en este teatro de la tragedia, como don Elías, que se negó a comprar las botas que le pidieron como “aporte a la causa” y ello significó que el día menos pensado y mientras ordeñaba sus vacas se encontrara con sus verdugos; apenas corrió algunos metros, llevando su cantina y
derramando su sangre y su leche sobre el barro del corral. Murió en su ley; legendaria figura que indudablemente será parte de esa memoria que se impondrá con el paso de los años.
Hoy las andadas van de la mesa de víctimas a la determinación para hacer de sus fincas un lugar digno de ser visitado por quienes deseen contemplar sus paisajes, respirar aire puro, tomar un yogurt de chachafruto e ir a la piedra del diablo o a la cabeza del indio. Justo ahí va el Tibacuy que la UNAD se encontró un día, cuando alguno de sus docentes se cruzó con este territorio misterioso y evocador, con sus brujas, sus guacas, su cementerio Panche, sus rocas milenarias, sus montañas imponentes y guardianas de las gestas de otros tiempos y de otros seres que nos habitan y están en nuestra sangre y en aquellos sutiles rasgos de dignidad y abandono que, de vez en cuando y casi sin saberlo, brotan de lo más profundo de nuestro ser.