Con dos estaciones terminales de ferrocarril, el de Antioquia y el de Amagá, una bien dotada plaza de mercado cubierta, trilladoras de café, regimiento militar, iglesia, hoteles, pensiones, almacenes comerciales, pequeñas industrias, depósitos, clubes, cantinas, prostíbulos, restaurantes, cafés y terminales de tranvía, buses, camiones, autos y coches de tracción animal, Guayaquil era el centro de un hervidero de gente de todos los colores, en el Medellín de 1930.
Allí nació un mundo contradictorio y complejo. En ese barrio de tradiciones sombrías la ciudad mostraba su dolor, sus vergüenzas, sus diferencias y sus posibilidades y fuerzas, al mismo tiempo. Los diferentes actores sociales, de sectores medios y populares, y de la propia burguesía local, sabían que en Guayaquil se movía algo más que el dinero: los afectos, las culturas y hasta las mentalidades entraban allí en conflicto para dar origen a una masa heterogénea, creativa y dinámica.
Instados a rezar, producir y ahorrar, prefirieron conjugar verbos diferentes. Nacer, despilfarrar, robar, cagar, beber, copular, pelear, matar y pedir marcaron el rostro de los seres anónimos que maduraron a Guayaquil, barrio de amores y odios, nacido en Medellín en las dos últimas décadas del siglo xix.