La imperfecta vida de una bailarina
Durante toda mi vida, crear ha sido algo inevitable y fundamental. Mis comienzos humildes y en una familia disfuncional hicieron que, desde muy pequeña, generase mundos mucho más lindos que los que me rodeaban. Mi padre: artista plástico, antisistema, de un talento desbordante, pero ausente. Mi madre: ingeniera agrónoma, una mujer con los pies en la tierra, muy inteligente y pragmática, una auténtica luchadora. Estos dos universos genéticos generaron una mezcla muy particular. Si bien mi esencia es rebelde y repleta de energía, siempre me atrajo la disciplina, ya que me ayudó a combinar la fuerza salvaje, la creatividad exuberante, con el rigor del ballet, que empecé a estudiar a los ocho años. Esta disciplina forjó mi personalidad, llena de resiliencia y determinación. Siempre apoyada por mi abuela, que desde mi niñez me empujó, con cariño, a más. Mi curiosidad insaciable, mi espíritu cuestionador y mis ganas continuas de crecer trazaron mi danza por la vida. Una vida nómade: residí en cinco países, en muchas de sus ciudades; mudanzas de casa, de amores, de trabajos; ballet clásico, danza contemporánea, circo, actuación y rock and roll. Ya no soy la misma mujer que puede estar encasillada en la estructura del clásico, lo celebro y lo agradezco, pero es momento de reclamar mi poder como artista creativa y enfocar mi energía en lo que es mi verdadero deseo actualmente.
La vida me inspira a crear y generar emociones. Cuando llevo adelante un proyecto, siempre me cuestiono qué es lo que logrará generar en la persona que lo ve, lo escucha o lo lee, y también en mí. Pretendo que me cambie, que me transforme y, si puede, que me sane también.