Nos hemos hecho extraordinariamente sensibles. Descubrimos formas de sufrimiento dondequiera: en la educación, en la familia, en el lenguaje, en la publicidad. Al mismo tiempo, procuramos ocultar, disimular de algún modo las viejas, inalterables formas de dolor, contra las que no tenemos nada que hacer. Con mayor o menor exageración, nuestra sociedad se escandaliza por los más insospechados matices de la discriminación, pero no sabe qué hacer, qué pensar frente al suicidio. O frente a la guerra.
Cada año se publican, dondequiera, docenas de libros que ofrecen ayuda para sobreponerse al sufrimiento, con vagas ideas estoicas, panteístas, de un budismo impostado y escurridizo, o bien con la inclinación entusiasta, de feroz afirmación individual, típica de la «religión estadounidense»; y se publican muchos más para denunciar, para exigir reformas, para lamentar injusticias y dolencias de todo tipo y sugerir —como Saint-Just— que debemos suprimir el dolor. Cualquier dolor. [....]
Lo que me interesa estudiar es nuestra «cultura del sufrimiento», es decir, el conjunto de ideas y creencias mediante las cuales interpretamos el sufrimiento en las sociedades modernas de Occidente, el lenguaje o los lenguajes en que hablamos del sufrimiento.