“EL SUEÑO DE LA ESFINGE” nos habla de un periodo oscuro de la historia del antiguo Egipto, en que se desencadenó el poder del Caos y se hundió en la decadencia más abyecta.
Reinaba en esa época un Faraón déspota y degenerado, y no era mejor el Sumo Sacerdote, omnímodo señor del Templo. La corrupción imperaba. El pueblo, agobiado por el hambre y la enfermedad, estaba sometido a la más dura de las opresiones. El, sólo en apariencia, poderoso y opulento País de las Dos Tierras, agonizaba.
En el pasado había sido su alma y su motor una rama sacerdotal de mística muy elevada. Brotó de las arenas del desierto en tiempos protohistóricos y forjó la Ciencia y el Arte que configuró una cultura tan enigmática hoy como ayer y todavía no conocida en profundidad. Sus sacerdotes veneraban una Divinidad incorpórea, creadora y sustentadora del Orbe y de cuanto él contiene, cuidadora de sus criaturas.
Esta rama, fue semilla y raíz de la que nació el país de las Dos Tierras. Siempre, de forma pública u oculta, detentó el poder y estuvo actuando como fiel equilibrador de los platillos de la balanza sobre los que se asentaban los dos poderes, el Real y el del Templo. Mientras así fue, el País de las Dos Tierras medró en saber y en prosperidad, y se guió con la antorcha de la Justicia.
Mas ya esa rama –conocida por sus Adeptos como Orden Secreta-, tenazmente perseguida, diezmada por la iniquidad, se había esfumado y la Noche devoraba la Luz.
Se llegó al punto de quedar de ella tres únicos supervivientes fieles a sus principios. Esos tres hombres, justos y abnegados, esclavos del Deber que les imponía ser sacerdotes de la Divinidad, se unieron y se impusieron la misión de redimir al pueblo, salvar del olvido en el que parecía estar condenada a caer la Ciencia de los Maestros antiguos y a devolver su antorcha iluminadora al País de las Dos Tierras.