La poesía de José Luis Parra (Madrid, 1944), escrita a
lo largo de los últimos veinticinco años, se fija con recurrencia en la labor
de zapa realizada por cada minuto, hora y día. Descarnada y lúcida, viene
envuelta sin embargo en una dicción siempre elegante. El tono, nunca adusto,
sabe ser grave sin solemnidad (no rechaza la ironía ni tampoco, en ocasiones,
el humor) y propicia la mezcla de la precisión con la inquietud, su claridad
reverberando hacia lo amargo, tiznada por el daño. Donde otros quizá recurrirían
–porque la temática los admite– a registros más abruptos, más coloquiales, de
rendimiento efectista, Parra prefiere entregar, guiado por un cálculo lírico
como hay pocos, composiciones en cuya alta serenidad se agazapan el escorpión
de la pérdida o el gusano casi inmóvil de la decrepitud. Es el suyo un mensaje
desasosegante pero vehiculado a través de un medio que destila delicadeza,
tacto expresivo, potencia.
Con toda seguridad, el tiempo –el Enemigo– va a ser
clemente con la obra de José Luis Parra. No importan ni el insuficiente
conocimiento que de ella tiene en la actualidad la secta de los lectores de
poesía ni su desubicación generacional. Se impondrán la verdad y la fuerza –dos
sinónimos– con las cuales la pobre condición humana es cantada en sus versos. Y
de la que sus versos se apiadan.