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1900: Tercera parte. El circo y el cinematógrafo
註釋

  

Entre 1870 y 1930 el circo fue el espectáculo más atractivo y popular en México. A diferencia de otras diversiones públicas, sorprendió y deleitó a las familias ricas, medianas y pobres. Las compañías de circo rompían con la rutina diaria del espectador común, pues realizaban proezas y desplegaban habilidades extraordinarias: presentaban a hombres que saltaban 16 caballos en fila, devoraban fuego, se elevaban en globos aerostáticos, eran lanzados por un cañón, o bien, mostraban a mujeres envueltas en serpientes, a elefantes que giraban 360 grados parados sobre una sola de sus patas, a osos montados en bicicletas y, en fin, a seres temerarios que caminaban en el filo de un alambre a doce metros de altura bajo el techo de una carpa, sobre la cúpula de una iglesia o sobre el mismísimo Paso del Niágara.

     Pero a la vuelta del siglo diecinueve el circo perdió importancia en favor del cine, que se convirtió en el espectáculo por excelencia en la primera mitad del siglo veinte. El presente libro de Juan Felipe Leal evidencia con gran erudición el desplazamiento gradual de los “cuadros vivos”, propios del primer entretenimiento, por los “cuadros virtuales”, inherentes al segundo.

     El cinematógrafo se introdujo en los circos de México y convivió con actos de personajes que poseían tan sólo su cuerpo, o si acaso algún instrumento anexo para crear momentos mágicos; seres reacios a las formas de vida sedentaria y a las reglas que la religión o el Estado establecían sobre lo que los mortales deberían hacer con su físico. En este contexto cultural e histórico, el cine de los orígenes asimiló algunas de las prácticas del espectáculo circense, las adaptó a sus necesidades y las puso en acto cuando contó con locales de exhibición propios. A la vez, el circo y sus personajes se convirtieron en protagonistas del cine. En 1900 Carlos Mongrand filmó la vista Miss Muller, trapecista, y Miss Florence, del Circo Orrin; en 1904 Salvador Toscano rodó la cinta Gimnastas excéntricos, célebres artistas del Circo Orrin trabajando en el trapecio y en su triple barra fija; y en 1908 y 1911 camarógrafos anónimos tomaron las películas Acto cómico por Bell y Martinetti, y Saltarines mexicanos, respectivamente.

     Resumiendo, esta obra puede leerse con gran placer, tanto por su redacción amena cuanto por su extraordinaria aportación de imágenes inéditas, producto de una amplia investigación iconográfica. Entre sus 221| ilustraciones se encuentran algunas que ayudan a entender la dimensión, verdaderamente colosal, que el espectáculo circense tuvo entre aquellos mexicanos.                                                                                                                            

 

Julio Revolledo Cárdenas